Fueron dos pilares de mi más bien escasa formación literaria. Dos gigantes de la literatura española del siglo XX y dos prosistas de una talla inmensa.
( El escritor y periodista César González Ruano visita al escritor de Monóvar en su domicilio)
Coincidí muy poco con el gran escritor y articulista César González Ruano en el Café Teide, donde él escribía su artículo diario y donde yo preparaba mis clases y conocí a mi mujer, en el semisótano esquina del Paseo de Recoletos y Bárbara de Braganza, hoy almacén de la aseguradora Mapfre. Allí escribía diariamente y en la misma mesa César González Ruano sus artículos y prácticamente casi allí se murió en 1965. Durante días, aquella mesa no se ocupó y todos los años, por el aniversario, se volvía a desocupar y en ella se depositaba un ramo de flores.
En su último artículo del 30 de Noviembre de 1965 -hablo de memoria-, se refiere premonitoriamente a su muerte, pocos días más tarde (finales de Diciembre), diciendo que “morir no es otra cosa que ir perdiendo la costumbre de vivir”. Y él me da pie para, en una pirueta sintáctica, decir que morir es ir perdiendo el oficio de escribir.
José Martínez Ruíz, "Azorín", gran pilar de la Generación del 98 era de Monóvar, una bella localidad alicantina llena de la luz del Mediterráneo, lo mismo que la nitidez y transparencia de su prosa. Falleció en Madrid en Marzo de 1967 a cuyo entierro asistí y a la gran aglomeración de personas que para homenajearle nos juntamos en torno a las Cortes, muy próximas a la casa donde vivía, sita (Dios los cría y ellos se juntan) en el nº 21 de la calle de Zorrilla.
Esto del oficio de escribir tiene sus más y sus menos. Los menos es cuando a uno no le salen las cosas como quiere y no puede hacer nada por evitarlo; cuando llevas escritos cuatro folios y al releerlos te das cuenta que no sirven para nada; cuando ni Dios te hace caso; o cuando sólo se fijan en ti para ponerte a caldo, viendo como vienen con la escopeta de la malicia, la intransigencia y el sectarismo político cargada. Cuando se se escandalizan cual santos inocentes por volcar en el papel o en el teclado la desesperación y la rabia por tener que asistir al espectáculo de una sociedad corrompida por unos ciudadanos despreciables, que suelen pertenecer a una organizaciones pestilentes que laboran en su único beneficio para mantenerse en el poder y trincar el dinero de los demás.
El que escribe, escribe para mostrar sus ideas, acertadas o no, para comunicarse con los demás, con quienes quieran, pero en absoluto para ser un pin pam pum de feria y que los cazadores furtivos salgan tras él con la escopeta cargada de la intransigencia, el insulto y la prepotencia. No, el que escribe no está para eso. Está para asumir lo que escribe y las críticas sanas, no las torvas.
Nosotros, equivocándonos o acertando, no queremos ir perdiendo el oficio de escribir, no sólo por ese inevitable tránsito que acuñó el maestro de escritores, sino porque quien no escribe renuncia a dar cuenta de sí mismo, a ser acogido o vituperado por los demás. Y lo primer, compensa con creces lo segundo, que afortunadamente sólo suele ocurrir de ciento en viento.
( El escritor y periodista César González Ruano visita al escritor de Monóvar en su domicilio)
Coincidí muy poco con el gran escritor y articulista César González Ruano en el Café Teide, donde él escribía su artículo diario y donde yo preparaba mis clases y conocí a mi mujer, en el semisótano esquina del Paseo de Recoletos y Bárbara de Braganza, hoy almacén de la aseguradora Mapfre. Allí escribía diariamente y en la misma mesa César González Ruano sus artículos y prácticamente casi allí se murió en 1965. Durante días, aquella mesa no se ocupó y todos los años, por el aniversario, se volvía a desocupar y en ella se depositaba un ramo de flores.
En su último artículo del 30 de Noviembre de 1965 -hablo de memoria-, se refiere premonitoriamente a su muerte, pocos días más tarde (finales de Diciembre), diciendo que “morir no es otra cosa que ir perdiendo la costumbre de vivir”. Y él me da pie para, en una pirueta sintáctica, decir que morir es ir perdiendo el oficio de escribir.
José Martínez Ruíz, "Azorín", gran pilar de la Generación del 98 era de Monóvar, una bella localidad alicantina llena de la luz del Mediterráneo, lo mismo que la nitidez y transparencia de su prosa. Falleció en Madrid en Marzo de 1967 a cuyo entierro asistí y a la gran aglomeración de personas que para homenajearle nos juntamos en torno a las Cortes, muy próximas a la casa donde vivía, sita (Dios los cría y ellos se juntan) en el nº 21 de la calle de Zorrilla.
Esto del oficio de escribir tiene sus más y sus menos. Los menos es cuando a uno no le salen las cosas como quiere y no puede hacer nada por evitarlo; cuando llevas escritos cuatro folios y al releerlos te das cuenta que no sirven para nada; cuando ni Dios te hace caso; o cuando sólo se fijan en ti para ponerte a caldo, viendo como vienen con la escopeta de la malicia, la intransigencia y el sectarismo político cargada. Cuando se se escandalizan cual santos inocentes por volcar en el papel o en el teclado la desesperación y la rabia por tener que asistir al espectáculo de una sociedad corrompida por unos ciudadanos despreciables, que suelen pertenecer a una organizaciones pestilentes que laboran en su único beneficio para mantenerse en el poder y trincar el dinero de los demás.
El que escribe, escribe para mostrar sus ideas, acertadas o no, para comunicarse con los demás, con quienes quieran, pero en absoluto para ser un pin pam pum de feria y que los cazadores furtivos salgan tras él con la escopeta cargada de la intransigencia, el insulto y la prepotencia. No, el que escribe no está para eso. Está para asumir lo que escribe y las críticas sanas, no las torvas.
Nosotros, equivocándonos o acertando, no queremos ir perdiendo el oficio de escribir, no sólo por ese inevitable tránsito que acuñó el maestro de escritores, sino porque quien no escribe renuncia a dar cuenta de sí mismo, a ser acogido o vituperado por los demás. Y lo primer, compensa con creces lo segundo, que afortunadamente sólo suele ocurrir de ciento en viento.
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